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  • Foto del escritorJoanna Ruvalcaba

La princesa y el dragón

Nyx nació una noche de Luna Nueva, bajo extraños augurios que nadie supo explicar. Era la princesita más hermosa y risueña que hubiera nacido nunca en el Reino. Sus ojos oscuros y mejillas rosadas la hacían parecer una muñeca de fina porcelana y su risa era más dulce que las aguas de una fuente. Sin embargo, había nacido una noche oscura de tormenta y sin luz de Luna. Los sabios pronosticaron tanto su felicidad como su trágico final, lo que confundía a la Corte entera. Algunos estaban seguros de que el augurio correcto era que ella sería feliz para siempre; otros apostaban por el trágico final; algunos otros, sintiéndose más listos que los demás, aseguraban entender que la Princesa sería feliz toda su vida, hasta antes del trágico final. El Rey, simplemente, se preocupaba.

La princesa Nyx era soñadora e intuitiva. Desde muy pequeña, hablaba del Reino de las Hadas y de los elementales del bosque, como si los hubiera conocido ella misma. Incluso llegó a decir que ella venía de todos esos reinos.

—Tu procedencia puede ser solo una —le respondió alguna vez el sabio más viejo.

Ella no se molestaba cuando la contradecían. Simplemente se reía, como si le hubieran dicho un chiste, y seguía con sus juegos.

Pronto, comenzó a dibujar. Gastaba cantidades enormes de pergamino y tinta en sus dibujos que, poco a poco, se fueron tornando en imágenes más delicadas, comprensibles e inquietantes. Dibujaba hadas pequeñitas entre las hojas de bellos jardines, pero también parecía mostrar la fiera mirada de gigantes ocultos entre los árboles del bosque cercano y, lo más inquietante: se obsesionó con los dragones. Nadie sabía dónde había visto ella dragones como aquellos. No se parecían en nada a los de los libros, ni a los de los frescos del castillo. Eran dragones enormes, con escamas y picos, sí, pero también tenían un porte elegante y mirada inteligente, casi humana. La princesita aseguraba que un día los dragones vendrían por ella para llevarla lejos, a un reino increíble y mágico.

La dejaron fantasear toda su infancia, pero a medida que se convertía en una mujercita, fue imperioso hacerle callar tantas tonterías y prepararla para casarse con algún príncipe digno y poderoso. Le prohibieron hablar de hadas y dragones, le hicieron leer libros de Historia y Geografía, y en fin, la educaron seriamente y le enseñaron cuatro lenguas diferentes de los reinos aledaños, más importantes. Ella, en la soledad de su alcoba, seguía soñando con los dragones, dibujando un reino encantado, hablando una lengua que nadie le había enseñado, escribiendo así poemas y canciones que nadie podía entender. El Rey comenzó a inquietarse, pero prohibió que nadie tocara aquel arte extraño de su princesa. Con aquellas actitudes extrañas sería difícil que se casara, pero tenía más miedo aún de que en verdad le esperara una muerte trágica, por lo que procuraba ignorarlo todo y disfrutarla a cada momento Ella seguía siendo una mujercita amable y sonriente, y él la amaba así.

Los príncipes comenzaron a llegar de los reinos vecinos. Sabían de la belleza de la princesa y no dudaban en ofrecerle caros regalos. Todos en la corte rezaban por que no se supiera de las rarezas de la princesa Nyx, pero eso era imposible. De alguna manera, circuló una copia de la pintura que ella tenía en su alcoba. Mostraba a un dragón enorme de frente a una dama y en el costado, un poema en aquella lengua oscura que nadie sabía leer ni interpretar.

Esta noticia hizo cimbrar al reino. La primera cuestión era: ¿Quién había osado entrar a su alcoba? Y la siguiente, por supuesto, era si alguien volvería a pretenderla alguna vez.

Para su asombro, los jóvenes no dejaron de buscarla y pretenderla, ahora incluso con más fervor, pues la creían sabia, inteligente y misteriosa. El Rey no cabía en sí de felicidad. El castillo estaba alojando a decenas de jóvenes a puestos, ricos y nobles que cada vez llegaban de lugares más lejanos y exóticos. Sin embargo, descubrió que era la Princesa misma quien los rechazaba. Ahora hablaba abiertamente de aquel reino mágico al que iría alguna vez. Recitaba en público sus extraños poemas y aseguraba que no podía casarse con nadie, pues esperaba que los dragones fueran por ella.

Era el colmo de la locura. El Rey procuraba contenerla con suaves palabras, pero imposible. Entonces, entendió que el trágico final de su hermosa hija sería morir loca en su propio castillo. La tristeza inundó su corazón y sus ojos parecían llenarse de agua cada vez que la miraba hablar sobre su reino encantado.

Los jóvenes pretendientes se confundían, pero era tal su belleza y dulzura, que no podían evitar amarla.

La situación era insoportable. Los jóvenes no se iban, la Princesa no los aceptaba. El Palacio era un hervidero de hormonas sin dirección alguna. Todos en la Corte estaban desesperados. No podían seguir manteniendo a toda esa gente ahí, pero tampoco lograban que la princesa Nyx eligiera a alguno. Cada vez que le hablaban del asunto, ella les respondía:

—Imposible, debo esperar a los dragones. Ellos vendrán por mí.

Una noche de Luna Nueva, durante una terrible tormenta, llamaron a las puertas del Palacio altas figuras cubiertas con negras capuchas. El portero casi se había desmayado. Una de aquellas figuras le pidió de la manera más cortés que los dejara entrar y le mostró un pergamino sellado con el anillo del Rey. Ellos eran invitados. Los hicieron pasar, escoltados por guardias reales, ornados con oro e insignias oficiales. Una vez adentro, todos se bajaron las capuchas, mostrando sus rostros alargados, sus ojos de colores encendidos y sus rasgos finos que no parecían cuadrar con ningún reino conocido. Sus ropas, aunque elegantes, parecían hechas con la piel de serpientes y reptiles exóticos.

El rey sintió un escalofrío al verlos, pero no tardó en reconocer las finas maneras del Príncipe con quien se había estado escribiendo durante el mes pasado por medio de palomas mensajeras del Reino y los Reales Búhos del Príncipe Draig. Así, lo invitó a él y a su séquito a cenar.

Como ya lo sabía, el Príncipe era educado, refinado y poderoso. Estaba muy interesado en la Princesa, por supuesto, pero el Rey le insistía en que no se adelantara a prometer nada hasta que no la conociera personalmente.

—Además... —dijo con nerviosismo el soberano— No sé si haya sabido sobre aquella pintura de mi hija.

Su invitado dejó con suavidad la copa en la mesa y sonrió mostrando una dentadura perfecta y afilada.

—Es justo por esa pintura que he venido —respondió.

—No lo entiendo —confesó el Rey.

Por primera vez, el Príncipe mostró un gesto dulce en su rostro y un brillo ensoñador apareció en sus ojos de rojas pupilas.

—Creo que es ella quien ha robado mi corazón desde hace muchas lunas.

En ese momento, la Princesa se asomó al salón. El príncipe Draig se puso en pie al instante. Se cruzaron sus miradas y ambos sonrieron embelesados, sin palabras. La princesa Nyx avanzó suavemente hacia el recién llegado y él se arrodilló a sus pies. Tomó su mano y la besó con suavidad. La Princesa entonces comenzó a recitar en aquella lengua extraña que todos suponían se había inventado en su infancia. El Príncipe, sin embargo, parecía comprenderla e incluso comenzó a responder los versos en la misma lengua.

Nadie daba crédito a lo que veían sus ojos. La conexión entre ellos era fortísima, casi visible; y el amor en sus ojos irradiaba luz incluso en aquella noche sin luna.

El Rey apenas lo podía creer. Sin embargo, quedaba una pregunta sin responder. ¿Dónde estaban los dragones de los que ella hablaba o por qué aceptaba a este Príncipe y no a otros? Su hija rió divertida y, como si fuera la cosa más obvia, le respondió.

—Ellos son los dragones, padre.

El Rey los miró de nuevo. Sus rasgos eran muy peculiares, pero eran humanos. Entonces, cayó en cuenta de sus ropas. Claramente, eran hechas de piel de reptiles y el escudo en sus pechos era el de un dragón. De alguna manera, su hija habría soñado con aquellos símbolos y había sabido que el Príncipe de aquel reino vendría por ella.

Los preparativos no demoraron un instante. La boda se efectuó al mes siguiente, al atardecer, en lo alto de un barranco que daba al mar. El Rey era tan feliz. Su hija no tendría ningún final trágico, sino una hermosa boda y una vida feliz con el hombre con el que ella había soñado todos esos años. A la boda asistieron los padres del Príncipe y algunos otros miembros de la Corte Real. El banquete fue exquisito, aderezado con algunos platillos aportados por los padres del Príncipe. Aquella era la boda más esperada y deslumbrante que se hubiera visto en siglos. Incluso asistieron los antiguos pretendientes de la Princesa, pues querían ver con sus propios ojos a los “dragones”. Más de uno se sintió ofendido al ver que ella hubiera aceptado tan fácilmente a aquel joven que en nada se parecía a un verdadero dragón, como aquellos que ella solía pintar.

Al caer la noche, todos salieron a los jardines, donde los esperaba un gran espectáculo de fuegos artificiales como nunca se habían visto en aquellas tierras. Luces doradas y rojas decoraban el cielo con brillantes figuras que parecían mostrar otro mundo. En cielo se pintaron verdes bosques, esbeltas hadas y grandes dragones de todas formas y tamaños. Y, justo cuando el espectáculo estaba llegando a su fin, el Príncipe Draig y toda u corte se tranformó en dragones de verdad, con alas del tamaño de coches y cabezas de afilados dientes. La Pinces Nyx montó con naturalidad en uno de ellos y todos montaron el vuelo al instante. Los demás los miraron alejarse, boquiabiertos y asombrados, en medio de aquel espectáculo de fuegos artificiales.

El Rey lloró de felicidad. Desde entonces, miraba los cuadros y dibujos de su hija, como si fueran retratos de su vida actual y lo veían escribir largas cartas que enviaba todos los días a su hija y, días después, recibía respuesta con los búhos.

La leyenda dice que el Rey pasará su vejez allá, en aquel reino imposible, y que el tercero de los hijos de Nyx y Draig volverá para reinar con amor, sabiduría y lealtad.

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