HabÃa implorado al Dios Triple, a la luz de la Luna, al canto del mar. Su corazón clamaba a las estrellas mismas por su soledad. Se habÃa convertido en la voz de la Noche, en la Sacerdotisa Azul del Reino. Era su canto la voz de los espÃritus, eran sus ojos dos espejos de los abismos. Su poder era conocido incluso más allá de las Montañas Blancas, más allá de la Cabeza del Jaguar. PodÃa sentir el palpitar de la tierra y entender las voces de la selva. Sin embargo, su corazón habÃa empezado a componer una triste melodÃa que hacÃa cimbrar a las almas todas.
Se habÃa casado joven con un guerrero de atractiva apostura. Le habÃa dado dos hermosos hijos de ojos grandes y fuertes cuerpos. Sin embargo, la vida en esta tierra es frágil, los tiempos son breves y el destino, cruel. La guerra le habÃa quitado el privilegio de un hogar, de un pecho que la abrazara, de unas risas que la consolaran en su vejez. Nunca más volvió a casarse y, en cambio, la Noche la cubrió de dones con los cuales proteger su Reino. Se habÃa convertido en la madre de toda aquella gente y, junto al Rey Viudo, habÃa detenido las constantes invasiones que venÃan del mar. No pocos vieron entre el poderoso Rey y la enigmática Sacerdotisa una unión obvia y bella. Sin embargo, no habÃa entre ellos esa luz suave, de tonos iridiscentes que une un corazón a otro, y ambos lo sabÃan. Se acompañaban en su soledad, pero esta no hacÃa sino crecer en sus pechos. Él solÃa visitar el barranco, ella, paseaba a la luz de la Luna por la costa. Ni el viento ni el mar consolaban aquellos tristes corazones de sal.
Ella clamaba por el silencio eterno; él, por la música divina de los cielos. Sin embargo, fue una estrella caÃda la respuesta a sus anhelos. Ese diminuto fulgor cayó una noche en la arena, ante la asombrada mirada de la sacerdotisa que caminaba mirando el mar, ante la incauta mirada del Rey, que miraba desde el barranco. Aquel astro de luz hizo eco en sus pechos de una manera indescriptible que los hizo correr a su encuentro, como si fuese un llamado.
Aquella chispa creció en cuanto ambos hubieron tocado la arena. Las olas del mar se alzaron cual montañas y tronaban en la orilla con el estruendo de la tormenta. Ambos se hincaron ante el prodigio del cual surgió una llamarada roja y un canto de sirena sin igual. Poco a poco, la luz se desenvolvió cual pétalos iridiscentes que revelaron una diminuta forma humana. Piel blanca como luz de Luna, cabello rojo de fuego y ojos brillantes cual profundas obsidianas. El rey corrió a tomarla entre sus manos, pero la sacerdotisa lo detuvo al instante. Dudaba que aquello fuera algo bueno para ellos o para el Reino, pero él se empecinó. Ella insistÃa en dejarlo donde estaba y ocultarlo con una roca de coral. El Rey habÃa pasado demasiado tiempo solo y no podÃa concebir la idea de ocultar a la bella niña que seguÃa creciendo ante ellos, envuelta en luces cambiantes e imposibles. Ella, en cambio, se habÃa endurecido con los años. Estaba acostumbrada al trabajo, a la pérdida y al pago con sangre por cada bien recibido. Su corazón ya no podÃa más. Decidió entonces dormir al rey con solo un toque de su mano y luego ocultar a la niña de luz con una ilusión que mostrara a los demás tan solo una figura de coral.
La niña la miró implorante y silenciosa, pero la mujer no se conmovió. Puso un dedo en su frente y la niña se volvió una triste figura de coral que parecÃa mirar al cielo, implorando ayuda. La sacerdotisa, en cambio, no resistió el contacto con un ser tan especial y cayó muerta sobre la húmeda arena bajo ella.
El Rey, al despertar, lloró amargas lágrimas de desesperación. HabÃan pasado tantos años y ahora él volvÃa a estar solo, más solo que nunca, pues ahora ya tampoco estaba con él la dura presencia de la Sacerdotisa Azul.
Mandó construir ahà una cúpula de cristal y hierro lunar para proteger la delicada figura de coral e iba a visitarla todas las noches. Le platicaba, le leÃa, le cantaba. El rey murió poco tiempo después, con una leve sonrisa apenas marcada en la comisura de sus labios, la mirada posada en su ventana que daba al mar. HabÃa encontrado algo de paz en su vejez, aunque nadie lo entendiera por completo.
Algunos decÃan que la estatua de coral parecÃa cada vez más viva y, tras el funeral del Rey, algunos aseguraban haberle visto gruesas lágrimas en las mejillas. Otros, por supuesto, lo atribuÃan a la brisa que venÃa del mar. Lo que nadie podÃa negar es que ya no era para nada la figura de una niña, sino la de una joven de belleza extraordinaria.
Pronto llegó el prÃncipe heredero. HacÃa años que no pisaba aquel lugar. Se habÃa vuelto un extraño para su gente y en su mismo castillo, sentÃa cómo se le impregnaba la soledad en la ropa. SentÃa que cada dÃa perdÃa más y más del cariño del pueblo y él, se sumÃa en la oscura inseguridad de lo que debÃa hacer. Una noche sin luna, decidió huir. Tomó una barca muy sencilla y la ropa que le compró a un pescador. Estaba a punto de irse, cuando descubrió a la doncella de coral, mirando hacia el cielo en un eterno llanto. Se acercó a ella, conmovido por su belleza y por la fuerza de su silencioso clamor. Entonces, vio en ella la mirada poderosa de la antigua Sacerdotisa a quien conociera muy de niño, la dulzura de la mirada de su padre y la desesperación de su pueblo. Fue tal su conmoción, que se arrodilló ante la dura figura y le pidió perdón, por no ser el Rey que necesitaban, por no tener la sabidurÃa ni la fuerza, ni el corazón para convertirse en ello. Sus lágrimas mojaron los pies de la doncella y esta, pareció recobrar la vida. Sus ropas se movieron con el aire, su piel tenÃa la suavidad de las flores y su mirada brillaba como dos astros en la noche. Su cabello rojo flotaba en el aire como llamas vivas y cambiantes.
En un instante se unieron las miradas, se encontraron dos almas que habÃan estado destinadas desde mucho antes de existir. En un beso se eternizaron los anhelos y se sellaron las promesas. Ella tenÃa en sà el conocimiento, la belleza y el poder heredados por dos solitarias muertes. Él tenÃa la fuerza, la experiencia de mundo, la calidez de corazón enseñadas por los años y los buenos amigos. Ambos tenÃan vivo el triste fuego que se habÃa consumido en dos almas poderosas ya pasadas. Abmos eran el fuego y el mar que harÃan renacer la gloria y la belleza del Reino, pero no les importaba entonces. En aquel momento, solo sabÃan que por fin estaban completos y que jamás volverÃan a sentir la mordedura de la soledad.
El joven Rey volvió al castillo, acompañado por la dulce extraña a quien todos supieron amar de inmediato. La desaparición de la joven de coral inspiró canciones y poemas, pero ellos guardaban la verdad en sus memorias. Se casaron bajo del domo de cristal, a orillas del mar, prometiendo a los espÃritus de sus antepasados que velarÃan por el bienestar del Reino con el mismo amor y ahÃnco que ellos lo hicieron antes.
Esto, por supuesto, es una leyenda de entre las muchas que se cuentan. Pero algunos todavÃa pueden leer lo escrito en las columnas de hierro lunar, aquellos versos escritos por el Rey Joven, poco antes de morir:
HabÃa implorado al Dios triple,
a la luz de la Luna,
al canto del Mar.
HabÃa cantado
su triste melodÃa
al mismo tiempo
que caÃa
el llanto del Viudo Rey.
Lágrimas saladas
lánguido canto de cisne
y una chispa celeste
enterrada en la arena.
El prodigio fue discutido,
endurecido por la pelea,
convertido
en la Dama de Coral.
Un joven rey
a punto de huir
fue transformado
por aquel cálido corazón
convertido en piedra.
Nuevas lágrimas imploraban y esta vez
los astros se alinearon.
Y un beso eternizó
la promesa de bien y de amor.