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  • Foto del escritorJoanna Ruvalcaba

La dama de coral

Había implorado al Dios Triple, a la luz de la Luna, al canto del mar. Su corazón clamaba a las estrellas mismas por su soledad. Se había convertido en la voz de la Noche, en la Sacerdotisa Azul del Reino. Era su canto la voz de los espíritus, eran sus ojos dos espejos de los abismos. Su poder era conocido incluso más allá de las Montañas Blancas, más allá de la Cabeza del Jaguar. Podía sentir el palpitar de la tierra y entender las voces de la selva. Sin embargo, su corazón había empezado a componer una triste melodía que hacía cimbrar a las almas todas.

Se había casado joven con un guerrero de atractiva apostura. Le había dado dos hermosos hijos de ojos grandes y fuertes cuerpos. Sin embargo, la vida en esta tierra es frágil, los tiempos son breves y el destino, cruel. La guerra le había quitado el privilegio de un hogar, de un pecho que la abrazara, de unas risas que la consolaran en su vejez. Nunca más volvió a casarse y, en cambio, la Noche la cubrió de dones con los cuales proteger su Reino. Se había convertido en la madre de toda aquella gente y, junto al Rey Viudo, había detenido las constantes invasiones que venían del mar. No pocos vieron entre el poderoso Rey y la enigmática Sacerdotisa una unión obvia y bella. Sin embargo, no había entre ellos esa luz suave, de tonos iridiscentes que une un corazón a otro, y ambos lo sabían. Se acompañaban en su soledad, pero esta no hacía sino crecer en sus pechos. Él solía visitar el barranco, ella, paseaba a la luz de la Luna por la costa. Ni el viento ni el mar consolaban aquellos tristes corazones de sal.

Ella clamaba por el silencio eterno; él, por la música divina de los cielos. Sin embargo, fue una estrella caída la respuesta a sus anhelos. Ese diminuto fulgor cayó una noche en la arena, ante la asombrada mirada de la sacerdotisa que caminaba mirando el mar, ante la incauta mirada del Rey, que miraba desde el barranco. Aquel astro de luz hizo eco en sus pechos de una manera indescriptible que los hizo correr a su encuentro, como si fuese un llamado.

Aquella chispa creció en cuanto ambos hubieron tocado la arena. Las olas del mar se alzaron cual montañas y tronaban en la orilla con el estruendo de la tormenta. Ambos se hincaron ante el prodigio del cual surgió una llamarada roja y un canto de sirena sin igual. Poco a poco, la luz se desenvolvió cual pétalos iridiscentes que revelaron una diminuta forma humana. Piel blanca como luz de Luna, cabello rojo de fuego y ojos brillantes cual profundas obsidianas. El rey corrió a tomarla entre sus manos, pero la sacerdotisa lo detuvo al instante. Dudaba que aquello fuera algo bueno para ellos o para el Reino, pero él se empecinó. Ella insistía en dejarlo donde estaba y ocultarlo con una roca de coral. El Rey había pasado demasiado tiempo solo y no podía concebir la idea de ocultar a la bella niña que seguía creciendo ante ellos, envuelta en luces cambiantes e imposibles. Ella, en cambio, se había endurecido con los años. Estaba acostumbrada al trabajo, a la pérdida y al pago con sangre por cada bien recibido. Su corazón ya no podía más. Decidió entonces dormir al rey con solo un toque de su mano y luego ocultar a la niña de luz con una ilusión que mostrara a los demás tan solo una figura de coral.

La niña la miró implorante y silenciosa, pero la mujer no se conmovió. Puso un dedo en su frente y la niña se volvió una triste figura de coral que parecía mirar al cielo, implorando ayuda. La sacerdotisa, en cambio, no resistió el contacto con un ser tan especial y cayó muerta sobre la húmeda arena bajo ella.

El Rey, al despertar, lloró amargas lágrimas de desesperación. Habían pasado tantos años y ahora él volvía a estar solo, más solo que nunca, pues ahora ya tampoco estaba con él la dura presencia de la Sacerdotisa Azul.

Mandó construir ahí una cúpula de cristal y hierro lunar para proteger la delicada figura de coral e iba a visitarla todas las noches. Le platicaba, le leía, le cantaba. El rey murió poco tiempo después, con una leve sonrisa apenas marcada en la comisura de sus labios, la mirada posada en su ventana que daba al mar. Había encontrado algo de paz en su vejez, aunque nadie lo entendiera por completo.

Algunos decían que la estatua de coral parecía cada vez más viva y, tras el funeral del Rey, algunos aseguraban haberle visto gruesas lágrimas en las mejillas. Otros, por supuesto, lo atribuían a la brisa que venía del mar. Lo que nadie podía negar es que ya no era para nada la figura de una niña, sino la de una joven de belleza extraordinaria.

Pronto llegó el príncipe heredero. Hacía años que no pisaba aquel lugar. Se había vuelto un extraño para su gente y en su mismo castillo, sentía cómo se le impregnaba la soledad en la ropa. Sentía que cada día perdía más y más del cariño del pueblo y él, se sumía en la oscura inseguridad de lo que debía hacer. Una noche sin luna, decidió huir. Tomó una barca muy sencilla y la ropa que le compró a un pescador. Estaba a punto de irse, cuando descubrió a la doncella de coral, mirando hacia el cielo en un eterno llanto. Se acercó a ella, conmovido por su belleza y por la fuerza de su silencioso clamor. Entonces, vio en ella la mirada poderosa de la antigua Sacerdotisa a quien conociera muy de niño, la dulzura de la mirada de su padre y la desesperación de su pueblo. Fue tal su conmoción, que se arrodilló ante la dura figura y le pidió perdón, por no ser el Rey que necesitaban, por no tener la sabiduría ni la fuerza, ni el corazón para convertirse en ello. Sus lágrimas mojaron los pies de la doncella y esta, pareció recobrar la vida. Sus ropas se movieron con el aire, su piel tenía la suavidad de las flores y su mirada brillaba como dos astros en la noche. Su cabello rojo flotaba en el aire como llamas vivas y cambiantes.

En un instante se unieron las miradas, se encontraron dos almas que habían estado destinadas desde mucho antes de existir. En un beso se eternizaron los anhelos y se sellaron las promesas. Ella tenía en sí el conocimiento, la belleza y el poder heredados por dos solitarias muertes. Él tenía la fuerza, la experiencia de mundo, la calidez de corazón enseñadas por los años y los buenos amigos. Ambos tenían vivo el triste fuego que se había consumido en dos almas poderosas ya pasadas. Abmos eran el fuego y el mar que harían renacer la gloria y la belleza del Reino, pero no les importaba entonces. En aquel momento, solo sabían que por fin estaban completos y que jamás volverían a sentir la mordedura de la soledad.

El joven Rey volvió al castillo, acompañado por la dulce extraña a quien todos supieron amar de inmediato. La desaparición de la joven de coral inspiró canciones y poemas, pero ellos guardaban la verdad en sus memorias. Se casaron bajo del domo de cristal, a orillas del mar, prometiendo a los espíritus de sus antepasados que velarían por el bienestar del Reino con el mismo amor y ahínco que ellos lo hicieron antes.

Esto, por supuesto, es una leyenda de entre las muchas que se cuentan. Pero algunos todavía pueden leer lo escrito en las columnas de hierro lunar, aquellos versos escritos por el Rey Joven, poco antes de morir:


Había implorado al Dios triple,

a la luz de la Luna,

al canto del Mar.

Había cantado

su triste melodía

al mismo tiempo

que caía

el llanto del Viudo Rey.

Lágrimas saladas

lánguido canto de cisne

y una chispa celeste

enterrada en la arena.

El prodigio fue discutido,

endurecido por la pelea,

convertido

en la Dama de Coral.

Un joven rey

a punto de huir

fue transformado

por aquel cálido corazón

convertido en piedra.

Nuevas lágrimas imploraban y esta vez

los astros se alinearon.

Y un beso eternizó

la promesa de bien y de amor.

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