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  • Foto del escritorJoanna Ruvalcaba

El escultor

Los celos que sentía por su hermano venían de mucho tiempo atrás, en la infancia, sin un momento en específico. Todo lo que sabía era que su hermano embellecía cuanto tocaban sus manos y recibía los aplausos de todo del pueblo. Siempre. Él, en cambio, vivía a su sombra. Un simple herrero que había heredado el oficio de la familia. Hacía calderos, rejas, puertas, ventanas, todo con precisión y sin errores. Era un hombre práctico que no aceptaba menos que lo correcto y lo bien hecho. Pronto tuvo su casa, su propia herrería y una esposa bonita que le dio pronto un par de hermosos hijos. Sin embargo, una sombra crecía incesantemente en su pecho.

Cada vez que veía a su hermano, la saliva se le convertía en hiel y las manos en puños de hierro. Sin embargo, jamás lo había externado. Después de todo, aquel no lo molestaba, jamás le restregaba sus logros y, de hecho, lo quería bien. ¿Cómo odiar a alguien así? Su hermano podía no tener dinero, una casa propia o una novia que le durara el otoño completo, pero era alguien verdaderamente especial. Su mente funcionaba de una manera extraordinaria y siempre veía las cosas desde una perspectiva insospechada. Toda la gente en el pueblo lo quería y admiraba; todos le aplaudían cada vez que volvía de gira de algún lugar con nombre importante. Y la sombra crecía en el pecho de su hermano.

El herrero procuraba alejarse de él. Era su hermano, sí, pero eso no significaba que tuviera que aguantarlo. Sin embargo, la Luna estiró sus crueles rayos y tocó la tierra con funesto augurio. El alcalde decidió que ya era momento de que la gente conociera aquel lugar y lo haría gracias al maravilloso artista que vivía ahí. Así, pues, le encargó hacer una escultura de tal belleza, que nadie pudiera ignorar más aquel lugar.

El artista se puso a trabajar de inmediato. Él también era un perfeccionista y sabía que aquella sería probablemente su Obra Maestra. Hizo muchísimos bocetos y múltiples figuras de arcilla para estudiar la forma que tendría, la manera en que le daría la luz del día y al atardecer. Haría esta vez a su eterna musa, mirando hacia el horizonte, por donde entraban los turistas; su mano le cubriría los ojos de los potentes rayos del Sol y los ropas caerían con la suavidad de la seda. Sería una expresión de alegre bienvenida, que no perdería la serenidad, ni la imponente belleza que se buscaba expresar. Tendría también la flor característica del lugar, así como un par de conejillos a sus pies, animal popular de la región. Sería sencillamente perfecta. El artista trabajaba día y noche, incansable, apasionado. A veces incluso se le escuchaba hablando con su obra, como si esta tuviera vida. Su hermano llegó a comentar que esa sería su única novia que nunca lo dejara, mientras él no se fuera del pueblo. Había sido una broma, pero al escultor no le pasó por alto la mordacidad del comentario. Ignoró a su hermano y continuó su ferviente proyecto.

Pasaban las horas sin que él recordara comer o dormir. A tal punto estaba convencido de la importancia que tendría aquella pieza. Más aún: empezaba a enamorarse verdaderamente de su creación. Conforme fue tomando forma, las manos comenzaron a mostrar dulzura y los ojos eran la más clara expresión de la bondad que se hubiera visto. Algunos vecinos habían vislumbrado aquella mirada a través de las cortinas sin poder escapar al encanto magnético de la estatua. Los rumores comenzaron a zumbar por todo el pueblo y el herrero se veía sometido a la tortura de tener que agradecer los elogios que todos le decían sobre su hermano.

—Debe de estar muy orgullo de él —le decían.

Y él asentía, la boca cerrada, los puños apretados, el corazón adolorido. A medida que su hermano ganaba brillo, él se hundía en las tinieblas de la envidia.

La noche antes de la gran inauguración varios amigos organizaron una cena en la taberna para vitorear al gran artista que haría de su tierra un lugar imperdible en los nuevos mapas para siempre. El herrero fue invitado, por supuesto, pero no asistió. Caminaba por las calles oscuras, pateando las piedras, mordiéndose las uñas, gruñendo para sus adentros. Casualmente, pasó por la plaza del pueblo. En el centro estaba aquella pieza que, para su sorpresa, no era demasiado grande, sino más bien de tamaño natural. La fina tela de seda que la cubría se agitaba levemente con el viento. El herrero, harto, tiró de la tela para descubrir la piedra. Una mirada de diosa, imposible de ignorar para cualquier corazón humano apareció frente a él. Apenas podía creerlo. Su hermano lo había logrado. Aquello era la materialización de todos los ideales que pudieran pensarse. El rostro de piedra tenía la tersura de la piel, las manos parecían invitarlo a bailar una danza paradisíaca, la tela del vestido parecía caer con más delicadeza que cualquier seda que hubiera tocado nunca, y los ojos, esos ojos lo miraban con una expresión poderosa y compasiva. El herrero estaba boquiabierto, admirando la creación perfecta y deslumbrante de su hermano. Esto pasaría a la historia y era cierto que nadie volvería a ignorar aquel pueblo en medio del bosque.

La rabia comenzó a invadir su cuerpo. Sus manos luchaban por no cerrarse en puños de hierro; todo él temblaba. Se acercó a la musa hecha de piedra y la tomó con sus toscas manos. Tiró de ella con la fuerza que los años en la herrería le habían dado hasta que la pieza cedió un poco. Sabía que estaba encajada con varillas gruesas en la base. Todo era cuestión de alzarla con fuerza, y así lo hizo. Él era un hombre grande y había logrado levantar aquella pieza como si en verdad se tratara de una delicada doncella de ropas vaporosas. Iba a estrellarla contra el suelo, cuando algo lo detuvo. Aquellos ojos de piedra le imploraban; no en nombre de su propia existencia, sino del esfuerzo enorme y apasionado de su creador. El herrero se sentía volverse loco, pero por más que lo intentó, le fue imposible arrojar la piedra al suelo. ¿Qué haría entonces ahora que la había arrancado de su sitio? Solo se le ocurrió esconderla en el bosque, bajo un viejo puente, donde el río crecía cada verano. La arrastró con fuerza hasta aquel lugar, llevado por la ira y el miedo a ser descubierto en su vilanía.

Los pies de la doncella quedaron hundidos en el agua helada y su rostro inmaculado, cubierto por la maleza que colgaba del viejo puente de piedra.

La conmoción de todos fue inmensa al salir de la taberna y encontrar la plaza vacía. La doncella había desaparecido y nadie podía imaginar siquiera quién podría haberlo hecho. El artista gritaba, desesperado. No era por la fecha de entrega, sino porque sentía aquel agravio en su propio pecho. Jamás pensó en su hermano, ya que ignoraba cuán oscuro se había vuelto el corazón de este con los años. Tocaron la campana y todo el mundo despertó. El herrero fingió ir llegando apenas al pueblo, con unos leños recién cortados bajo el brazo. Incluso ayudó a buscar a la doncella, sabiendo que ya nadie tomaba el viejo camino que cruzaba peligrosamente el río, sabiendo que su secreto sería guardado por una piedra incapaz de hablar.

Nadie pudo dar ni con la pieza, ni con el culpable, por más que se indagó minuciosamente. El alcalde otorgó tiempo y recursos para que el artista volviera a hacer la pieza, pero este no pudo más. Había puesto en ello todas sus fuerzas, su creatividad y su alma misma. Se sentía viejo y débil como nunca antes se había sentido. Era como si de repente, toda su energía se hubiera drenado y la vida hubiera perdido todo sentido. La gente lo veía vagando en las noches como un espectro y nadie perdió de vista que adelgazó muy rápidamente. El herrero solo pudo guardar silencio y, cuando su hermano amaneció muerto en su taller de arte, el silencio en él se endureció.

Después del funeral, fue a visitar a la estatua bajo el puente. Su rostro parecía inexplicablemente triste. Estaba seguro de que antes le había parecido que su expresión era distinta, pero ahora, la tristeza era innegable, así como una profunda cuarteadura que había aparecido exactamente a la altura del pecho. Cuando el corazón es débil y el alma cobarde, la verdad parece peor que la muerte. Así, el herrero decidió esconder aún mejor aquella pieza, sin conseguir por ello algún tipo de paz. Sabía que la gente lo olvidaría en algún momento, pero lo que él había hecho era irrevocable.

El herrero murió ya muy anciano, carcomido por la artritis, ciego y con alucinaciones que le quitaban el sueño a cualquier hora. Y en el pueblo, a medianoche, hay quienes dicen que se puede ver la figura desgarbada de un joven que merodea como un fantasma por las calles, buscando a su amada musa, siguiendo el canto de esta hasta el río, donde algunos dicen que está la figura de una doncella triste.

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