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  • Foto del escritorJoanna Ruvalcaba

Pesadilla

Actualizado: 28 ene

Sabía que aquello no era real y, sin embargo, no podía huir. Buscaba su casa, su coche, su trabajo... algo que pudiera reconocer. Pero Aquellos seres que la rodeaban la tomaban de las manos y los tobillos. Corrió en cuanto pudo zafarse de ellos y recorrió oscuros pasadizos como gargantas rojas y sanguinolentas.

Las criaturas la perseguían de cerca. Podía escuchar sus respiraciones.

—Solo es un sueño —se dijo.

Al abrir de nuevo los ojos, creyó reconocer un rostro humano, pero este había desaparecido del reflejo. Ella estaba mirando un espejo. Al volverse, ya no pudo encontrar aquel rostro. Estaba en un jardín, sin nadie alrededor. Se tocó los brazos. Podía sentir su piel y ver los reflejos del sol en sus pestañas. Parecía real, pero algo le decía que no lo era. Podía sentir aquellas presencias todavía en sus pies. Al mirar hacia abajo, descubrió una pequeña enredadera seca alrededor de su tobillo derecho. Se agachó para romperla. Esta cedió fácilmente, pero al volverse, había otras dos o tres en el otro tobillo. Por más que fijaba la vista, no podía contarlas. Estaba en otro sueño. Trató de recordar algún mantra, pero no pudo.

Deseaba despertar, lo deseaba desesperadamente. Las presencias aparecieron rodeando el jardín. Decidió olvidar las enredaderas y simplemente concentrarse en correr. Para su sorpresa, lo logró. El jardín desapareció y los túneles volvieron, esta vez de piedra, húmedos, oscuros. Olvidó todos los mantras y rezos que conocía. Solo podía repetirse una y otra vez: Estoy soñando. Es un sueño.

Una luz amarillenta inundó su vista. Estaba acostada, en una cama de nieve, en medio de la calle. No había un alma en la ciudad y era muy noche. Se puso de pie con cuidado. Tenía un poco de sangre en la cabeza. Ahora lo entendía. Le habían advertido que no regresara tan noche a casa, pero ¡había tanto que hacer! Ella no podía menos que trabajar hasta la fatiga... EL doctor había mencionado esa misma palabra. Estaba sana. Su cuerpo funcionaba sin problemas, pero empezaba a mostrar signos de fatiga crónica. ¿Sería eso? Recordó entonces a su equipo de trabajo. ¿Cómo podría avisarles que se había accidentado? Buscó el celular en el bolso, pero, por más que sacaba cosas de él, parecía que siempre salían más y más, hasta que tuvo que soltarlas todas en la nieve. Solo entonces apareció su teléfono, al fondo. Abrió la tapa y trató de teclear el número de emergencia. Sonó el timbre de espera un par de veces. Ella suspiró y se dejó caer de nuevo sobre la blanca nieve, a esperar. Fue entonces, que su mente le envió otra alerta. Aquel había sido su celular hacía casi diez años. Había sido su favorito, pero definitivamente no era touch. Miró hacia los nombres de las calles. En algún lugar leyó que en los sueños no se puede leer. Pero ahí estaba el nombre escrito con la aburrida tipografía de siempre. Miró los coches. Las placas, los números de las casas. Todo estaba ahí. AL volver a leer el nombre de la calle, descubrió que este había cambiado. ¿O no? Trató de concentrarse. ¿Qué estaba pasando?

—Está despertando —dijo alguien a su lado.

Una voz de hombre, muy joven. Ruidos confusos, movimiento. Una puerta que se cierra. Amanda abrió los ojos y le tomó unos segundos reconocer que esta vez estaba en verdad despierta. Podía sentir el agua fría que la rodeaba, la cerámica de la tina en la que estaban apoyados sus brazos. El cuarto era oscuro, con un único foco colgando del sucio techo. Las paredes eran de concreto, sin decorados. Era de noche y, por la ventana abierta, entraban ráfagas de aire invernal. Estaba metida en una tina con mucho hielos. Sentía que no podía moverse bien y que la cabeza le daba vueltas si se movía demasiado rápido. Había estado rodeada por gente, por no sabía quiénes eran, ni por qué habían salido. En un fragmento de segundo, entendió la situación. Había leído sobre ella un par de veces, pero jamás se imaginó a sí misma en ella. Había un teléfono a su lado, uno viejo, pero funcional. Un letrero frente a ella decía simplemente: “Sacamos tus órganos. Marca 911”.

Se sintió mareada. Aquello no podía ser cierto y, sin embargo, esta vez no era un sueño. Algo en la textura de las cosas, algo en su propia consciencia se lo decía. Estaba desnuda en un a tina, en algún lugar de la ciudad, con un teléfono en las manos, marcando al 911. No se atrevió a mirarse, ni a comprobar nada. Solo marcó y esperó que respondieran, lo que no tardó.

—911. ¿Cuál es la emergencia? —dijo una voz al otro lado de la línea.

—Creo... creo que me sacaron los órganos.

—¿En dónde está?

—No lo sé —respondió en apenas un susurro. Las lágrimas corrieron por su rostro como manantiales.

—No cuelgue —dijo la voz—. La encontraremos. Dígame si reconoce algo.

—No... —dijo ella, sintiéndose al borde de la desesperación.

Si era un sueño, ¿en qué momento se despertaba? Intentó leer algo, pero era imposible. Tuvo que volverse un poco para ver por la ventana el nombre de la calle.

—¿Sigue ahí? No me cuelgue, por favor —la urgió la voz de la bocina.

—Estoy en la calle 23 sur —alcanzó a responder antes de sentir que se le iban las fuerzas. La vista se le nubló por completo. Tenía pánico. Quiso tocarse el torso, pero sus manos temblaban. Hacía frío, mucho frío. El teléfono había caído en algún lugar y la voz sonaba a lo lejos, metálica.

Le hubiera gustado escuchar alguna sirena a lo lejos, aproximándose con velocidad. Le hubiera gustado percibir el momento en que alguien abriera la puerta y otra voz le pidiera hablar, mantenerse consciente. Le habría gustado ver pasar las luces del hospital sobre su cabeza mientras la llevaban a urgencias. Pero solo hubo negrura y silencio.

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