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  • Foto del escritorJoanna Ruvalcaba

El demonio dentro

Alicia miraba por la ventanilla del taxi. Había estado gritándose con su exesposo por dos horas y no había solucionado nada. No sabía cuánto tiempo más podría estar así. Más reuniones, más firmas, más facturas al abogado, más noches de insomnio... y esa cosa.

Luego de bajarse del taxi, tembló al mirar la entrada de su casa. Las rosas que había cultivado su madre seguían floreciendo sin que nadie las cuidara, pero el bello follaje que solía cubrir las varitas de espinas se había secado, mostrando un triste panorama de sabor agridulce a quien lo mirara. Atrás de la casa había más jardín pidiendo a gritos que alguien le devolviera algo de dulzura. Él se había hecho cargo de aquel jardín por casi ocho años. Solía ser un lugar hermoso para salir a fumar un cigarrillo o platicar a la luz de la Luna con un café entre las manos. Él había rescatado el legado de la madre de ella, embelleciendo aquello. Ahora, la plaga había consumido gran parte del pasto y de los brotes de la primavera. El lodo y los hierbajos pálidos le daban un aspecto descuidado y salvaje. Ella estaba segura de que si entrara, aunque fuera por unos minutos, saldría de ahí con mordeduras de bichitos en las piernas y las manos. Había terminado por cerrar la cortina que daba al jardín de atrás. Había dejado que la humedad hinchara la madera de las sillas. Había dejado que la oscuridad reinara en el bello paraje al que ahora llamaba “el lodazal”.

La casa también había sido descuidada ahora que la vida familiar se había desmoronado. Las habitaciones de los niños estaban cerradas con llave, tal cual las habían dejado, así como la habitación principal. Ella se conformaba con dormir en el cuarto de huéspedes. No soportaba ver las habitaciones vacías y pensar que, además, debía limpiarlas. La sala se había convertido en su improvisada oficina, ya que tampoco había querido salir a trabajar. A decir verdad, había sido una ermitaña hasta el día en que tuvo que presentarse a tratar sobre el divorcio. Estaba claro que él no iba a ceder hasta que ella aceptara tomar terapia, lo que sea que significara aquello; ella no cedería en nada hasta que él aceptara que solo le había dado miedo la vida real. Miedo.

Ya nunca se miraba al espejo. Pensaba que tal vez su exmarido y sus hijos no eran los únicos con miedo. Ella también lo sentía en la base de su espalda, y lo veía en las profundas ojeras sobre sus pómulos enflaquecidos.

No podía lidiar con la empresa y el divorcio al mismo tiempo, pero no tenía opción. Sabía que las parejas pasaban por malas rachas, pero jamás imaginó que su mundo entero podría venirse abajo. La empresa estaba en crisis, sus tarjetas estaban en crisis, su salud estaba en crisis, así como su belleza; la familia estaba en crisis, su hijo mayor tenía problemas de conducta en la escuela y el menor se había vuelto mudo; ella ya nunca hablaba con sus hermanos; y ahí estaba, en aquella casa oscura que la hacía temblar.

La casa de sus padres, donde había vivido con sus hermanos y atravesado por mil aventuras... o así lo recordaban las fotografías del pasillo. Había olvidado los fantasmas y los gritos, hasta que el silencio de la soledad volvió a envolverla. Entonces recordó las miradas invisibles, los pasos en el pasillo de arriba, las pesadillas.

Sus hijos decían que veían a una niña con un vestido blanco en la escalera, pero era claro que sus tíos les habían contado sobre esa historia y ahora creían verla. Hacía años que nadie veía nada, así que decidió ignorarlos para no darle demasiado vuelo a su ya de por sí sobre estimulada imaginación.

Ahora que estaba sola y en silencio, volvía a ver a esa niña, sentada en el descanso de la escalera, mirando hacia la pequeña ventana por donde entraba la luz de una luna espectral. Nadie lo decía, pero esa pequeña siempre se había parecido a la misma Alicia. Su hermano la había tranquilizado una noche diciéndole que podría ser alguna antepasada que le había heredado sus rasgos. Ahora volvía a pensar en ello. Ahora volvía a sentir esas miradas y a escuchar aquellos gritos en sus sueños. Se repetía una y otra vez que solo eran ecos de lo mucho que le había gritado a su familia en los últimos años. Era su consciencia, atormentándola, como su hermana menor siempre había amenazado que pasaría.

“Estás fuera de control” “Cálmate” “Mira lo que haces” “Me lastimas”. Escuchaba aquellas frases una y otra vez en su mente, durante todo el día, sin saber de dónde venían, si de su pasado o el de alguien más. Cuando estaba ahí, volvía a ser una chica asustada que solo quería poner la música tan fuerte como fuera posible y evadirse del mundo que la amenazaba.

Después de innúmeras noches en vela, de mal dormir, de fumar y beber vino en la noches para dormir y café en las mañanas para levantarse, accedió a ver a un metafísico. Este no quiso entrar a su casa, ni mirar el jardín. Retrocedió apenas hubo bajado del coche y la miró seriamente.

—Debes buscar la paz —le dijo.

Alicia soltó una carcajada, pero él no cambió su expresión.

—Hablo en serio.

Alicia entonces le dio una calada a su cigarro y lo miró a través del humo, considerando si sería un farsante que esperaba sacar más dinero al ver el tamaño y antigüedad de la casa.

—Siempre ha tenido fantasmas. Ya te lo había dicho. Debe de ser algo que pasó hace cien años o tal vez haya dinero en el jardín —quiso tentarlo ella.

Él miró de nuevo a hacia la casa y luego la miró de nuevo a ella.

—¿En tu casa solían gritarse, pegarse o manifestar alguna otra forma de violencia?

—Todas las familias gritan.

—Me refiero —insistió él— a si era algo... más allá de lo normal.

Ella expulsó otra nube de humo por la nariz.

—No lo creo —dijo finalmente.

Él la miró un momento, buscando las palabras.

—No creo que sea un fantasma.

—¿Y qué? ¿No puedes hacer nada? —espetó ella mordazmente.

—No soy yo quien debe dejar de alimentarlo —contestó el metafísico.

—¿Te refieres a mí?

Su voz se había elevado tanto que una vecina al otro lado de la calle había volteado en su dirección. Alicia alzo la mano a modo de saludo que la susodicha no respondió.

—Estás caminando al borde del precipicio, Alicia. Un fantasma busca reposo, un demonio...

—¿Qué? ¿Me va a comer? No soy una niña estúpida. Tú prometiste limpiar la casa. Eres un maldito buda que vino a traer la paz aquí por tu buen corazón. Ahora, ¿puedes o no?

El hombre suspiró.

—No todas las sombras provienen del pasado.

—¿Eso qué quiere decir? —le espetó ella.

—Que yo no puedo ayudarte. Lo siento.

Y comenzó a caminar hacia la avenida.

—¡Oye! ¡Oye! —gritaba ella, pero él no se volvía.

Lo vio llegar a la banqueta y alzar su brazo.

—¡Te pagaré!

Lo vio abordar un taxi y desaparecer.

Ella no creía en las terapias, ni en la iglesia, ni en los charlatanes que hablan mejor con los ángeles que con sus propios hijos, pero le había dado la oportunidad a aquel imbécil para demostrarle sus conocimientos y, a cambio, la habían dejado plantada, gritando como loca en la calle. Aquella vez había entrado a casa dando un portazo y recordaba haber abierto uno de los vinos de cosecha especial de su padre. Recordaba cómo la invadía la furia y la impotencia. Estaba harta de no dormir, pero ni siquiera el más recomendado metafísico había querido ayudarla. Bien, lo haría sola, si fuera necesario.

No había vuelto a buscar ayuda y la verdad es que el trabajo la tenía más ocupada que nunca. Podía sentir cómo todo el legado de sus padres se derrumbaba en sus manos. El negocio de su padre, el jardín de su madre... abrir esas polvorientas botellas ya era lo de menos. Desde entonces la shabía ido bebiendo sin importar que muchas tenían el sabor más amargo que hubiera probado nunca. Al menos evitaría que llegaran a menos de algún idiota.

“Estás fuera de control” “Cálmate”

Lanzó su vaso al suelo, sin importarle que se rompiera. Esos vasos habían estado ahí más tiempo que su madre y su padre juntos.

“Mira lo que haces”

Estaba harta. Su exmarido no cedería nunca y era claro que tampoco le dejarían volver a tener la custodia de sus hijos.

—Me lastimas —escuchó que alguien decía a sus espaldas.

Se volvió de golpe. Lo había escuchado muy claramente. No era ya la voz de sus hermanos o de sus hijos. Era una voz muy diferente, pero conocida.

Sentía el corazón golpeando fuerte en su pecho. ¿Qué estaba haciendo? ¿Se estaría volviendo loca?

—Estoy muy sola —dijo de nuevo la voz.

Alicia dejó su cigarrillo en el vidrio de la mesita de noche, sin importarle que no hubiera cenicero ahí, y siguió la voz hacia las escaleras. A pesar de ser todavía temprano, la oscuridad de la casa le impedía ver claramente los escalones. Tomó nota mental de no volver a beber así, aunque no estaba segura de si lo cumpliría esta vez. Subió a la planta alta. El pasillo de alfombra deslucida, puertas cerradas y cortinas corridas la recibió envuelto en sombras. Caminó con cautela. Según sus hermanos, el cuarto embrujado era el del fondo, el que había sido estudio de su madre antes de morir invadida de cáncer; el mismo que habría usado después su padre para encerrarse a levantar su negocio y que después le había servido de escenario para su espectacular suicidio. Lo que había ahí era polvo, pero sus hermanos aseguraban que se escuchaban voces inhumanas al otro lado de la puerta. Era una ridiculez, algo que habían inventado para espantarla, pero era su mejor apuesta por el momento. Caminó hacia él, sintiéndose una tonta caza fantasmas. Al abrir la puerta, una par de ojos enormes y negros la recibió de frente. Aquel rostro carecía de nariz y, en cambio, al boca era enorme y llena de afilados dientes sucios.

Despertó en su sillón, frente al vaso roto y el cigarro aún humeando en la mesita. La había visto de nuevo, aquel rostro que de niña le había traído la vergüenza de mojar la cama hasta los once años y que ahora le daba ese aspecto histérico que le impedía dar una mejor impresión a los trabajadores sociales.

Solo una vez la había oído hablar cuando niña. Había dicho: “Sigue”.

Aquella noche había despertado gritando en la madrugada y sus padres habían estado a punto de internarla en algún lugar para desequilibrados mentales. Ahora, su mayor temor era que alguien descubriera que ella lo seguía viendo en sueños, o mejor dicho, que había vuelto. Estaba segura que eran suyas las miradas, suyos los pasos en la alfombra, suya la voz cuando ella estaba sola. Si pudiera...

Fue a la cocina por otro bello vaso de cristal y se sirvió más vino añejado del sótano. Lo miró de nuevo y reconoció entonces la letras de su exmarido. Él había seguido la tradición familiar. Una sonrisa amarga cruzó su rostro, y se sirvió en el vaso.

—Sigue —escuchó otra vez.

No se volvió, no dejó de beber. No hizo nada. Sabía que al volverse, no estaría ahí. Sabía que solo quería molestarla. Además, temblaba al pensar en encontrársela de nuevo. ¿Estaría soñando?

Miró de nuevo la etiqueta en la botella. En algún lado había escuchado que en los sueños no se puede leer. Pero ahí estaba la fina letra de su exmarido, su minuciosa y delicada letra que tanto le presumía. Bebió otro vaso y se dirigió a la sala. Había algo diferente.

El vaso ya no estaba estrellado en el suelo, ni quedaba rastro del cigarro de la mesita. Las cortinas que daban hacia el jardín se entreabrían con el viento que pasaba por las puertas ahora abiertas.

“No todas las sombras provienen del pasado” escuchó en su mente.

—Chinga tu madre —le contestó ella en voz alta.

—Sigue —escuchó de nuevo.

Esta vez la voz venía del jardín. Le temblaron los labios de solo pensarlo y una lágrima caliente le recorrió la mejilla.

—No —respondió ella al aire.

Volvió a la cocina. Ahí estaba de nuevo aquel rostro horrendo que la había perseguido por tantos años.

—Vete —logró decir ella, pero la visión no se fue.

Ella tomó la botella en un gesto amenazante. La afilada sonrisa se ensanchó. Alicia arrojó la botella hacia la cara deforme, pero erró sin saber cómo. Se dirigió a la cava de la esquina y tomó dos botellas. Las lanzó sin pensárselo demasiado. El cristal se rompió al contacto con el suelo y un olor putrefacto le subió a la nariz. Arrojó más botellas, sin poder atinar jamás a la quimera. Podía sentir la ira dominándola por completo. Su cuerpo entero gritaba con cada movimiento y cada cristal roto era una proclamación el rencor.

—Sigue.

Alicia lanzó la última botella justo antes de que el color de la sangre le nublara la vista y múltiples dolores le rasgaran el cuerpo. A través de la sangre y el dolor alcanzó a ver hileras desiguales de afilados dientes rodeándola, volviendo todo una nada de negrura inextricable... y eterna.

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