Cuando aquel relato se publicó en la página principal de la escritora, causó tal conmoción, que se volvió viral a los pocos minutos. La gente aseguraba no haber leÃdo nada como aquello. Era inquietante y, al mismo tiempo, era imposible detenerse hasta haber llegado al final. Sin embargo, una ola de muertes recorrió el continente. Todos habÃan muerto en la madrugada, durante un sueño profundo. Todos morÃan con los ojos abiertos, desorbitados, en una mueca de espanto difÃcil de confundir. Era gente de todos los estratos, de todas las edades.
La policÃa internacional estaba confundida. Alguien mencionó el hecho de que todas aquellas vÃctimas silenciosas habÃan estado en internet antes de morir y que en todas esas cuentas habÃa un común denominador: la última página visitada era un relato de terror. La propuesta fue recibida con carcajadas y burlas por parte de los demás oficiales, pero un escalofrÃo los recorrió al ver que no habÃa una sola persona fallecida en aquella ola que hubiera hecho otra cosa antes de dormir. Aquella noche murieron otros tantos y, por más que intentaron evitarlo, la noticia del relato maldito se esparció como la pólvora en las redes. La curiosidad atraÃa más y más vÃctimas, que caÃan muertos a la siguiente noche. Era imposible detener aquella ola de fascinación y muerte. Imposible saber quién serÃa el siguiente. ParecÃa ridÃculo, pero la única forma serÃa tirar la página de la escritora, y asà lo hicieron. El documento se guardó, sin embargo, en los archivos generales, con una sencilla nota: No leer. Peligro de muerte.
En otras naciones rieron también de las extrañas medidas de la policÃa local. Las muertes, por otra parte, cesaron.
Fueron tres dÃas de tranquilidad. Solo tres. El teléfono sonó con urgencia en la estación. El fenómeno se habÃa repetido en la noche. HabÃa otro relato en las redes. La página era nueva y nadie se atrevÃa a verificar si era el mismo que el anterior. Dispusieron a un equipo para que bajara aquel contenido de inmediato de la red y cualquier otro por el estilo. Tuvo que ser un equipo entero, ya que resultaba difÃcil reconocer cuál serÃa el relato maldito… hasta que empezara a haber vÃctimas. Para su sorpresa, las páginas se generaban con aquellos macabros textos a una velocidad inimaginable.
PodÃa parecer risible, pero en realidad era apremiante. Una camioneta con especialistas a bordo rastreó la computadora fuente de aquella creación insana. Dieron con el edificio y rápidamente lo rodearon. Subieron al séptimo piso, tiraron la puerta, entraron con las armas en alto.
Lo que vieron ahà les heló la sangre. El departamento estaba desordenado. HabÃa libros, papeles y comida podrida por todas partes, en el suelo. El único mueble era un escritorio con silla ante el cual escribÃa frenéticamente una mujer. Sus cabellos largos le cubrÃan el rostro. Sus manos no se detenÃan un momento.
Le hablaron, pero ella no reaccionó. Enviaron a un soldado a acercarse. Este le hablaba y daba pequeños pasos, sin poder disimular el temblor que le recorrÃa todo el cuerpo. Le tocó el hombro y entonces dio un paso atrás. Su superior lo instó a que avanzara. El hombre se resistÃa a volver a tocarla, por lo que le apuntó y la amenazó con voz aguda. Su superior lo empujó a un lado y, tomando a la mujer por el hombro, la hizo volverse. Un brazo se zafó del cuerpo, sin dejar de escribir. Ante el hombre habÃa un cadáver de mirada vacÃa que habÃa crujido secamente al volverlo. Los ojos estaban opacos, la piel era como el pergamino, la boca se abrÃa en un eterno grito, por el peso de la mandÃbula. Las manos, sin embargo, continuaban escribiendo.
En un arranque, el oficial disparó seguidamente al aparato, al cuerpo y más de seis disparos fueron dirigidos a las manos.
.
.
.
Si has llegado hasta aquà en el relato, asegúrate de compartirlo antes de ir a dormir.